Yuri Martínez Ochoa
Abogada, conciliadora, con estudios de maestría en derecho penal, procesal penal, Derecho Constitucional y Derechos Humanos
El principio de progresividad del derecho garantiza el desarrollo integral y sostenible del ser humano. Este principio de progresividad, reconocido en el artículo 26 de la Convención Americana sobre los Derechos Humanos y en el artículo 2.1 del Pacto Internacional de los Derechos Económico, Sociales, Culturales y Ambientales, también forma parte de nuestro ordenamiento interno, pues la Constitución, en su artículo 55, señala “que los tratados celebrados por el Estado y en vigor forman parte del derecho nacional”.
En razón de este principio de progresividad, los cambios normativos y jurisprudenciales cobran legitimidad. Sin embargo, el Congreso, el Tribunal Constitucional y otros que administran justicia han tomado este principio de progresividad como una excusa para la modificación antojadiza de las normas y jurisprudencias a favor de minorías poderosas y en detrimento de las mayorías ciudadanas, con aquiescencia del Ejecutivo y órganos autónomos.
Así tenemos la incoherencia tozuda pero poderosa del Congreso y repetida por el Ejecutivo, quienes han perseguido y censurado la posibilidad de una nueva Constitución, de un nuevo pacto social nacido del poder constituyente del pueblo, vociferando y defendiendo la perfección de la Constitución de 1993, aunque han modificado más de la mitad de ese ley de leyes que tanto defienden como perfecta.
Ahora tenemos una Constitución tan remendada que ya no debiera llamarse Constitución del 1993, sino Constitución antidemocrática del 2024, pues de un solo plumazo este Congreso aprobó la Ley 31988, que restaura la bicameralidad, pese a que la ciudadanía, en un referéndum, ha señalado su negativa. Más allá de discusiones académicas, era el pueblo el llamado a cambiar las decisiones, con su poder constituyente; no un Congreso deslegitimado y pintoresco, que se atribuye la función constituyente, pese a ser solo un poder constituido. Fueron 53 los artículos modificados para lograr sus ansias de enquistarse en el poder.
Y qué decir de las leyes de impunidad y a favor del crimen organizado aprobados por el Congreso y celebrados por el Ejecutivo, como la Ley 32107, sobre la prescripción de los delitos de lesa humanidad cometidos antes del 1 de julio de 2002. Dicha ley va en contra de la convencionalidad de los tratados y la jurisprudencia internacional. Y la Ley 32108, que beneficia al crimen organizado, excluyendo de este delito a aquellos hechos cuya sanción es menor a los seis años. A ello se suma la obligatoriedad de la presencia del acusado y su abogado en los allanamientos fiscales, dando lugar a que el allanamiento pierda efectividad. Estamos ante leyes a favor de la impunidad y el fortalecimiento de la criminalidad.
Qué más podemos decir del estado de derecho y la separación de poderes. Para Locke, la separación de poderes es necesaria para establecer límites al poder absoluto. Montesquieu señala la necesidad de los pesos y contrapesos. La separación de poderes debe ser el pilar democrático, donde el Ejecutivo sea independiente de los otros poderes; donde el Legislativo emita leyes convencionales y constitucionales con obediencia a la soberanía popular, incluyendo un nuevo pacto social, si el poder soberano así lo reclama.
El Poder Legislativo debe mantener la armonía normativa. El Poder judicial y el Tribunal Constitucional deben ser garantes de los derechos fundamentales, armonizados en la jurisprudencia internacional y nacional; armonía que debe permitir la predictibilidad de las decisiones administrativas y jurisdiccionales. Pero la nación se desgarra en desigualdad, delincuencia, persecución y tiranía, y ve con estupor una justicia selectiva y favorable a los grupos de poder enquistados. He aquí la reflexión: ¿para quiénes son las leyes? Debiera ser, como señala Ferrajoli, “ la ley del más débil”, como garantía de los derecho fundamentales, pero estamos ante un marco normativo de protección a las minorías poderosas para mantenerse impunes en el poder, estableciendo la ley para su protección en contra del soberano pueblo débil.
Aquí ya no importa la separación de poderes. Los poderes Legislativo y Ejecutivo interactúan para beneficiarse mutuamente en mayor o menor medida. El Legislativo tiene de operadores al Ejecutivo, y el Ejecutivo garantiza su permanencia en el poder con apoyo del Legislativo. Y han capturado también, para su consolidación, al Tribunal Constitucional, que constitucionaliza lo inconstitucional. Han capturado a la Defensoría del Pueblo, hoy portavoz del Legislativo. Y apresuran los pasos para la captura total del sistema de justicia, especialmente la Junta Nacional de Justicia y la justicia electoral.
Dina Baluarte, quien llegó a la vicepresidencia con promesas de una nueva Constitución y de seguir a su líder Pedro Castillo al destierro si fuera necesario, muy pronto olvidó su promesa y asumió una presidencia que no merecía. Su celebración fueron las masacres, las detenciones y persecuciones, y así se enquistó en el poder, con un 5% de aprobación. Es la presidenta del Perú con más baja aprobación de los últimos 40 años, con un país inseguro, sin justicia, donde reina la impunidad, donde el gobierno mata, donde el brazo armado del Estado ingresa a universidades y somete a ciudadanos campesinos y quechuahablantes.
Y qué decir de la corrupción en sus niveles máximos de impunidad, descaro y camino a la normalización. Este escenario nos llama a la reflexión sobre la degradación de la institucionalidad, la democracia, la separación de poderes y la progresividad del derecho. Nos llama análisis sobre la prevalencia del autoritarismo, la incapacidad, la estafa electoral y la corrupción, en un país de los Rolex y los Waykis.
Debemos repensar sobre nuestras convicciones democráticas y nuestras convenciones sobre un nuevo pacto social. Como señaló Rousseau, el otorgar parte de la libertad colectiva debe ser por la utilidad colectiva y no para fortalecer un poder absoluto de tiranías, que defienden una Constitución con la boca y con la mano lo modifican casi en su integridad.
Ahora vendrán nuevas estafas electorales, nuevas promesas de salvación de quienes congraciaron con el caos. Ahora nuevamente seremos ciudadanos electores, para volver a ser los nadie en el nuevo poder, con los poderosos de siempre. Hemos tenido suficiente tiempo y desgracias para conocer bien a los comodines escénicos, a los tolerantes ante la dictadura, a los académicos camaleones de cartón y fama pasajera, a magistrados cómodos en sus sillones y millones mientras no les tocan; inoportunos en su actuación o coquetos con el poder absoluto o simplemente temerosos de apostar por la justicia y por los nadies. En contraste, tenemos a los ciudadanos del pueblo – nación, con o sin cartones, consecuentes para rechazar las promesa vanas y construir un verdadero Estado de Derecho. Ahí está la fuerza, la esperanza y la legitimidad de cada uno de los poderes. Un pueblo fuerte y consciente que debe denunciar y fiscalizar, sin temor.